viernes, 27 de febrero de 2009

ADORACIÓN

Sol calmo de invierno tardío que baja por los valles desde sus etéreas cumbres envuelto en una nueva y calurosa identidad. Sol tembloroso, que se posa sobre el granito y el musgo distante, sobre el carbón y la semilla, extendiendo así sus augustos tentáculos y sazonándolo todo de luz y de color de luz. Este milagro estelar, que apenas si es apariencia de ubre, queda convertido en mi presencia en verdad desnuda y llorosa que pareciera haber sido traída al mundo a base de fórceps. Ante él me pliego, en espera de que de que brote en mí la sangre vital salteada de humores, y mientras espero me recojo, en su curva de cascarón hueco, para sosegar así mis infinitas ansias de calor.

jueves, 26 de febrero de 2009

LA CANA

La oreja derecha de su perro es un lugar tan proclive como cualquier otro para que en él sucedan cosas que llamarían nuestra atención si dejáramos siquiera por un momento las prisas a un lado y estuviésemos un poquito más atentos a las cosas realmente importantes. Para su consuelo y el mío, el perro propietario de la oreja derecha donde sucedió la historia de hoy tampoco se percató de lo que acontecía a escasos centímetros de sus narices. Su desconocimiento, y en parte el nuestro, queda justificado debido a la complejidad de la pelambre en la que se sucedieron las cosas que sucedieron, tan difíciles de explicar como aparentemente fácil resultó su azarosa existencia. Estamos hablando, ni más ni menos, de una transformación. Poshumanamente hablando, la mutación comenzó en el instante mismo del nacer y aún antes, en los delirio previos que poblaron las testas ascendentes de aquellos que hicieron posible que la cosa naciera. A partir de ahí, todo fue un lío. Los continuos montajes y desmontajes a los que cada ser se somete a sí mismo terminan por quedar entretejidos en gruesas lanas anudadas de enajenada pasión, esquivas metáforas y en anhelos de identidades de nosotros mismos con las que resulta difícil simpatizar. El caso es que allí, en un recoveco oscuro de la oreja derecha del perro, y prácticamente sin venir a cuento, nació una cana, una cana que, conviene decirlo ya, resultó empáticamente diferente a otras canas conocidas. Una de las peculiaridades del pelillo en cuestión es que resultó ser consciente desde un principio del metafórico significado de su existencia, por lo que, a partes iguales, quedó fascinadamente repelido consigo mismo, y a partir de ahí se mostró equívoco y contradictorio como todo hijo de vecino. Su existencia no fue fácil, como no lo es la existencia de ninguno de los desechos penetrados por la ponzoña que desplazan con dificultad evidente todas y cada una de las muchas ansiedades de las que hacen gala. Bueno, la sopa está preparada y lo mejor es que vayamos concluyendo la historia de la cana. Digamos al respecto que con el transcurrir del tiempo el pelillo se convirtió en un canalla sentimental y que poco importa si a lo que allí aconteció se le llama prospección o se le llama fantasía, ya que, albinismos aparte, el resultado es el mismo: pura transformación de la carne que somos, normalmente a peor.

miércoles, 25 de febrero de 2009

APROXIMACIÓN AL CATRE

A mí más que a nadie, me salva mi lentitud. Dura lentitud ésta, que traspasada toda proporción matemática y al filo mismo de la parsimonia, a punto está de llegar al sagrado centro de la pura inactividad. Alargado más allá de toda longitud, y parsimoniosamente quieto, me paro al fin mientras un rumor venido de lejos me murmura sus indigestos pesares de perennidad. En esos momentos, la pasividad me roe casi sin darme cuenta, y lo hace hasta el mismísimo centro de un tuétano del que se alimenta la más terrible de las éticas. Esta terribilidad, se nutre a su vez de todo lo terrible que nace de entre las entrañas de la tierra, aunque no sea más que una mera mota en el desierto de las entrañas sin tierra. Desde mi pensamiento inmóvil, permítanme argüir en mi favor la dialéctica de los polos opuestos, aquella que nos habla de las árticas y las antárticas razones de los sies y los noes dichos como si fueran cosas opuestas, y del atento y altivo milagro que configuran la salsa nutricia del que se alimentan unos y otros. Dicho lo cual, y dando por finalizada todo actividad, me dispongo ahora a intentar las maniobras oportunas que me aproximen al catre sin más deseos que encontrar la fuerza que me acompañe.

martes, 24 de febrero de 2009

EN UN SOLO GESTO

La negrura que circunda nuestras vidas explica, sólo en parte, el sombrío gozo que reinaba en el rostro de aquel hombre hechizado por el brillante color de la sangre y una difusa promesa de calidez en un lejano porvenir. Criatura de sí mismo desde aquellos lejanos días del vino y las rosas, sus temibles ojos desorbitados reflejaban bien el espectáculo, macabro y espeluznante a un tiempo, del pánico que se alzaba majestuoso proveniente de lo más profundo del alma de su víctima. Atrapado en la trama de su propia obra como sólo podría estarlo un idiota o un sonámbulo hipnotizado, pensaba que al final del desfile, y una vez que se hubieran transgredido convenientemente todas y cada una de las normas dictadas a sangre y fuego por su padre y por el padre de su padre, aparecería la sombra de la bestia que todos llevamos dentro y aclararía un panorama que por momentos se le antojaba fragmentario y poco claro. Como si de un titiritero salvaje se tratara, vivía su vida entre maravillado y sobrecogido, saltando de grieta en grieta, de desdicha en desdicha, sin que llegara nunca a saber cuanto debe durar una vida para resultar plena. Tampoco se lo preguntó a aquel que, atado a la silla y con un pañuelo en la boca, despertó en medio de una pesadilla sin acertar a comprender nada. Ni falta que hacía. Suspendida toda actividad hasta nuevo aviso, la fatal yugular fue seccionada y su traumático efecto no dejó lugar a dudas. Todo resultó breve y urgente, como si la modernidad toda quisiera quedar reflejada en un solo gesto.

lunes, 23 de febrero de 2009

MANO

Su mano la conocía, no exactamente como la palma de su mano, pero casi. Y digo casi por pudor, por pensar que casi nunca llegas a conocer del todo nada, tampoco tu mano. Sabes, eso si, que cuelga desde la extremidad de cada antebrazo formando el conocido quiridio, como llegas a saber también que la casa de tu novia quedaba a mano derecha del río y que al techo de la casa del tal Tarres le hubiera venido bien una mano de pintura. Y esto me lleva a pensar que, aunque no termines de conocer ninguna de tus manos como la palma de tu mano, en realidad si que existe un cierto bagaje de conocimientos a este respecto que conviene no olvidar y tener siempre a mano. Por ejemplo, siendo cierto, como es, que te puedes ir tranquilo si sabes que el negocio queda en buenas manos, no menos cierto resulta el hecho evidente de que son muchas las veces en las que la mano derecha no se entiende con la izquierda y en los que la mano de obra, por hablar de otro tema, termina pagando el pato de todas las crisis quedándose mano sobre mano mientras son otros los que se frotan las manos, no de frío sino de puro gusto y avaricia. Y es que, aunque te hayas comprado un manos libres, lo cierto es que no siempre puedes tener las manos libres. No porque las manos sean o dejen de ser buenas o malas manos, si no porque nunca se puede abrir la mano como uno quisiera. Hay límites. Y aunque te echen una mano, sigue habiendo límites. Y aunque pongas la mano en el fuego, sigue habiendo límites. No hace falta, obviamente, ni alzar la mano ni llegar a las manos, a no ser que la pretensión sea la de meterte mano, en cuyo caso resulta mano de santo empezar dando besos a manos llenas sin importante un carajo que al final te pillen o no con las manos en la masa. Eso lo sé de primera mano. Pero vamos a dejarlo. Tengo la sensación de que con toda esta perorata se me ha ido la mano. En realidad, mi intención inicial era narrarles la escena aquella en la que, justo en la casilla en la que debía quedar situada la dama negra, cayó una lágrima. Y luego otra. Y que fue una mano, o mejor, el dedo índice de una mano, la que secó el tablero mientras, incomprensiblemente, el jugador de damas continuaba impertérrito con los quehaceres propios de su condición.

domingo, 22 de febrero de 2009

SER

La pregunta muda fue sometida a las medidas del hombre. No sé muy bien quien soy, pero me alegro de ser. Me alegro también, no sé si sobre todo, de ser un ser vivo. Me alegro incluso de ser quien soy: mineral viviente de sabia roja que siente nostalgia del tacto de la luz. Me alegro también de que un día fuiste capaz de alocar mis neuronas con un guiño, y me alegro de tener la capacidad de esconderme para que no me vean las estrellas. Me alegro, cómo no, de que tu nombre descendiera de mis labios y de que cuando quise darme cuenta ya fuera tarde. Me alegro de ser autónomo y de ser capaz, por tanto, de otorgarme mis propias leyes. Redondo como el brillo del caracol ensimismado, todo lo que soy, desmemoria incluida, lo puse en la armonía de mis besos. Y eso es lo peor. Que ya no recuerdo nada de aquello que fue.

sábado, 21 de febrero de 2009

LA RESUCITADA

En medio, como los jueves, de un llano en llamas, no oía el ladrar de los perros ni hubiera escuchado siquiera el rugir de un tigre de Bengala a dos palmos de mis narices, por la sencilla razón de que los gritos del vecindario que acompañaban la imagen de la resucitada en su pasear por la calle principal del pueblo, resultaban literalmente ensordecedores y ahogaban cualquier otra cosa que no fuera los rugidos que salían a borbotones de sus aterrorizadas gargantas. Si bien el escribiente dejó constancia oficial de aquel suceso a través de una colección de silencios que hicieron época, fueron mis ojos inquietos, acostumbrados a la continuidad de los parques y a la búsqueda primero de un hijo y luego de un cielo para mi hijo, los que tuvieron que soportar el peso de la evidencia. En aquella noche cálida y sin viento, la mujer muerta se acercó a mí, me cogió la mano, y la besó. Aquella noche de juegos imposibles viví cosas que sólo acontecen fruto del delirio y de la más espesa de las nieblas interiores.

viernes, 20 de febrero de 2009

RARA

Nunca sabremos con precisión en qué momento supo aquello que llegó a saber y que años más tarde le llevó a la muerte, y siento decir lo que digo porque bien sé que la mera aparición de la parca ya desde tan temprano, casi desde la primera línea, puede llegar a aparecer una exageración. Sólo si tienen la paciencia de continuar leyendo unas líneas más comprenderán que la exageración no es tal. Tan viejo o más que el propio miedo, el que sería nuestro muerto rara vez bajaba de la nube, y cuando lo hacía se limitaba a ejercer su derecho al silencio y a dejar pasar por alto, desde su altillo, todo aquello que sucedía en derredor. Cierto es que primero lo perdió todo antes de perderse él, como no menos cierto resultó que, arrancada de su letargo, la historia fue escrita a su pesar y de un tirón, como se escriben las historias de dudas orales que, no por orales ni por historias, dejan por ello de ser dudas. Digamos algo al respecto. Digamos por ejemplo que todo comenzó con un picor en la nariz, y como si de un viejo mecanismo de relojería se tratase, la anécdota de la nariz se convirtió en fábula, y de ahí no se sabe muy bien a cuento de qué la fábula se transformó en parábola, y fue precisamente escuchando la parábola donde conocimos que aquella chica le gustó mucho antes de saber que la había gustado, y que la clarividente conexión que hizo posible este querer se produjo durante un sueño del que nunca escapó del todo, un sueño en el que la vida se fue diluyendo en esqueléticos conceptos, en sombras, en soplos de sombras después, para terminar en la íntima precisión de una pura ausencia, ya que es así como terminaran todas las historias. Y ahora espero que no sólo entiendan, si no que les haya parecido hasta bien, haber comenzado por el muerto del final para finalizar con un comienzo esférico y esperanzador. La razón es bien sencilla: la parte de la historia que he tenido el buen gusto de callar resulta aún más rara que la parte que les he contado.

jueves, 19 de febrero de 2009

TIEMPO

Sometido a las medidas del hombre, el tiempo se expande, o se encoge, o desaparece inexistente en el instante mismo en el que las escuelas de labios decretaron su no necesidad. Son nuestras angostas entendederas las que marcan su ir y venir, razón por la cual, al tiempo como a nosotros mismos, nos termina pasando como a esos amores distraídos que, a punto de partir, están pero no están. No están ya los viejos, los inmemoriales tiempos de Maricastaña, que resultaron ser tiempos medidos al son de la arena y el transcurrir del sol, tiempos que como todo tiempo que se precie resultó estar referido a algo que no era tiempo sino cosa, y no a cualesquiera cosa, sino sólo a las cosas sujetas a mudanza. Tiempo medido a lomos de precisos y preciosos engranajes, como resultó ser el tiempo suizo. Tiempos postmodernos éstos, con corazón de cuarzo, piel de plástico y alma nihilista que dice no a todo, nada a nada, y si a nada y a todo a un mismo tiempo, sin que tapial alguno se atreva a diferenciar las vagas lindes de sus despropósitos. Tiempo que, andando el tiempo, trajo bajo el brazo el tiempo del descreimiento, un tiempo vergonzoso en el que nadie dice tener tiempo para lo importante y todo es urgente. Es el tiempo de los tiempos perdidos, de los tiempos compartidos, de los medios tiempos, y hasta de los tiempos muertos, que es cuando se descansa de verdad. Tiempo raro éste, me refiero al de hoy, en el que trato de ordenar la secuencias de las cosas y cuya unidad primera no es el primero si no el segundo. Tiempos modernos en los que, poseído el minuto, es el tiempo todo el que se rinde en medio de un mar de lanzas.

miércoles, 18 de febrero de 2009

ENREDADO EN TU MIRADA

Enredado en tu mirada me pierdo, e imagino la locura del beso que no cesa, que es locura también de promesas bombeadas al calor de la marea. Y ya que estamos en el enredo, apuraré el cáliz de la locura llegando con gestos de precisión casi digital hasta lo más blanco de tus huesos, disolviéndome allí en esa mezcla de ajo y orujo blanco que digieres cada mañana. Pero eso fue en la mañana de ayer. Esta tarde, mientras recoja las últimas cosas que quedaron en tu casa, hundiré en los cajones lo que me quede de aliento, dejando que mis ojos de perro desorbitado destilen esas lágrimas encriptadas que antaño fueron tan de tu gusto. Me jode tanto patetismo pero, créanme, no me queda otra.

martes, 17 de febrero de 2009

BOUSOÑO

El que podía decir algo dijo lo primero que se le ocurrió, y dijo que llevaba tanto tiempo sin decir nada que tenía la boca seca y ya no recordaba si alguna vez tuvo ocasión de decir alguna otra alguna o si, al menos, tuvo algo que decir, alguna ocurrencia, fuera o no fuera dicha. Todo esto lo dijo con dudas, pero lo dijo. Los que no podían decir nada, pues nada, no dijeron nada, y se mantuvieron callados en espera de que el que había demostrado poder decir algo se animara a continuar diciendo lo que le pareciera bien decir ya que, francamente, ante la novedad de la palabra dicha, lo de menos era el tema. Pero no todos eran parabienes. A la única araña de la cueva, absorta en su maraña de pensamientos, no le hizo ninguna gracia esa sucesión sonidos articulados a modo de morfemas y lexemas, así que se dio a la fuga volviendo grupas hacia su diminuto laberinto. Tampoco la sombra de la nube se sintió muy cómoda con tanta verborrea, pero como no pudo desenredarse a tiempo de la nada, pues nada, que no le quedó otra que comenzar a disiparse con lenta parsimonia en la negritud de la cueva y, mientras tanto, aguantar la charleta. Y en estas volvió a hablar el poeta Bousoño, que fue el que primero habló, y en esta ocasión habló de un ojo que se iba, y de unos labios que faltaban pero que ya no recordaba si eran los dos o sólo uno, y de unas cejas que cambiaban de sitio al tiempo que cesaba todo sonido, incluido el suyo. Tenían que ver los chorretones de silencios que salían por las bocas de la escasa concurrencia que tuvo la ocasión de escuchar aquellas asombrosas palabras.

lunes, 16 de febrero de 2009

COSA DE OÍR

Oigo el rumor sordo del cuchicheo y, como soy de buen oír, oigo también, más a lo lejos, la aguda nota del grito cortando el aire como un cuchillo. Por la tarde oigo la risa capaz de atravesar el loco bullicio del autobús, y al llegar a casa oigo el estrepitoso portazo del vecino noctámbulo. Oigo el zumbido del motor de la nevera. A veces oigo tan fino que si tuviera desván oiría voces saliendo del desván, y las oiría tan clarito como oigo ahora el palpitar del corazón de este chucho, que a poco que se descuide se le va a salir del pecho. Oigo las súplicas de Juan, como oigo también mis súplicas a Juan y a todos los evangelistas, pero las oigo como quien oye llover. Si. También oigo llover y oigo cómo las almas en pena se llaman unas a otras en medio de la tormenta. Oigo el trueno, que a modo de traca final da término al chubasco. Oigo el silencio y el chasquido de las hierbas muertas plegándose ante el newtoniano peso del agua. De vuelta a casa, imagino oír el crujir de la cáscara del huevo, ese que debe ser roto si queremos comer tortilla. Oigo la música en mi interior, y el inconfundible sonido del papel de plata roto que anuncia la onza de chocolate puro con almendra. Oigo un coro de niños imaginarios preguntándome cosas incomprensibles. A veces me lío y oigo lo que veo, y callo lo que escribo, y todo para terminar, un día como hoy, contando algo de lo que oigo.

domingo, 15 de febrero de 2009

LA MUJER DEL PANADERO

Me volvía loco. La mujer del panadero me volvía loco. Me volví loco desde el día que la vi subir los treinta y nueve escalones que conducían a la taberna finlandesa. Aquel trasero dando saltitos de escalón en escalón me volvió loco, y desde entonces no me he recuperado. También me volvía loco verla comer. Ese mismo día, sin ir más lejos, me volví loco otra vez viéndola comer un par de arenques bien regados con vodka. Era verla comer, y volverme loco. Verla beber, y volverme loco. No importaba el lugar. Conozco lugares en los que, de puro feo, no se puede permanecer en ellos del todo sereno. La taberna finlandesa es uno de esos sitios. Sin embargo, estando ella, como me volvía loco, pues me abstraía de tal modo que ni bebía. Todo esto fue hace tiempo. Creía haberme curado pero ayer la vi entrar en una tienda de sombreros. Odio las tiendas de sombreros. Cualquier sombrero puesto sobre cualquier cabeza me parece triste y ridículo, o bien el sombrero, o bien la cabeza. Pero todo es relativo. Ver a la mujer del panadero probarse un sombrero y volverme loco fue una y la misma cosa. Giré la cabeza y cerré los ojos para olvidarla, pero nada. Lo que quiero decirles es que fue ver a la mujer del panadero mover ese culo cuando salió de la tienda y de nuevo volví a volverme loco, a tal punto, que no ya no veía ni al sombrero ni, mucho menos, al panadero que se me acercó para preguntarme un par de curiosidades.

sábado, 14 de febrero de 2009

TARDE TONTA

Pareciera como si, de puro inencontrable, resultara inexistente, y quizás por eso mismo o por lo contrario, pareciera también como si, y sólo y si, desde una silenciosa ironía no exenta de amargura, fuera posible comprobar de cerca la terrible ceguera del girasol. Pero lo digo ya para que nadie se lleve a engaño y luego no me digan que no estaban sobre aviso: no hay atajo bueno hacia el olvido, ni forma humana de soslayar la precisión, el vértigo y la intensidad que provoca la fraccionada rotura del morir. Me ha ocurrido muchas veces. Una tarde tonta, extraviado de mí, no se me ocurre otra cosa que salir medio sonámbulo al pasillo para terminar abriendo las puertas de lo posible. Y eso no está bien. No está bien abrir las puertas de nada, sobre todo si es por la tarde y estás sonámbulo. Las sombras propias o ajenas pueden apoderarse de uno y obligarle a cruzar a la acera de enfrente y allí, en medio de la nada, o en medio de un torbellino de prisas y reprises, de vueltas y revueltas, terminar siendo seducido por la grandeza de lo impreciso y nebuloso. Una vez fuera, la vuelta a casa se puede complicar.

viernes, 13 de febrero de 2009

ESCOMBROS

Su figura llegó a mí ungida por la urgencia de lo obvio y el fatalismo de un destino, el suyo, que a juzgar por la enormidad de sus ojos parecía nacido para sufrir las leyes del asombro. Sin pertenecer por completo a ninguno de los once tipos de soledad dotados de reconocimiento oficial, y no susceptible, por tanto, de subvención pública alguna, la suya era una ausencia escueta y enjuta, carente del más mínimo atisbo de brillantez. Nunca levantó los ojos de la pantalla para observar el milagro de las ventanas, y nunca pudo por tanto reconocerse en las empáticas nubes que deambulan perdidas por los cielos, como luego lo haría él, en busca de un ajuste constante entre la función y su forma. Definitivamente: silenciar a los niños enjaulándolos aislados en estaciones de juegos virtuales, para enterrarlos después, si lo primero no funcionaba, en montañas de televisión, no fue una buena idea. Molestaban poco, pero no fue una buena idea. Los gestos de aquel muchacho que me miraba mientras se comía el helado de guayaba me hablaban de tensiones escleróticas y claustrofóbicas, a partes iguales, de muy difícil resolución. Proscrito para siempre tras las marcas de su infortunio, veía los devastados jardines del mundo desde el ángulo ciego de sus mentiras contagiosas, escrutando detrás de cada píxel, de cada trocito de realidad, escombros y más escombros de realidad, que es como decir escombros y más escombros de trocitos de píxel.

jueves, 12 de febrero de 2009

INVENTARIO DE CANCIONES Y CICATRICES

Mi intuición, más lista que el hambre, peca en exceso de prudencia, siendo ésa y no otra la razón por la cual se limita a confirmarme obviedades sin vuelta de hoja. Como muestra de lo que digo, quédense con el siguiente botón: la terrible tormenta que todo lo agita está a punto de desatarse en el interior del vaso. No hace falta irse a estudiar a Salamanca para comprender que, tanto el intenso crepitar de los deseos en mis oídos y, aún peor que esto, el lastimero y desafinado canto del colibrí que llega hasta mí desde la copa de aquel árbol, son presagios ambos de mal agüero. Conforme sueño la lluvia sonámbula, acumulo en derredor mío una sucesión interminable de luces rotas. Luego me encargo de los cajones y cajoneras a las que atosigo llenándolas de viejas sonrisas petrificadas. De verdad que hasta el hielo se aviva al contacto con tanta ruina de dolor inútil. Pero no importa. En previsión de tiempos peores, sigo haciendo acopio de lo básico: sal para las heridas, compruebo el buen estado de los insomnios, y me cercioro de la solidez de un aliento que deambula como arena de navaja por mi boca. Ya con la casa en orden, me siento a esperar tranquilo la llegada del vendaval mientras actualizo con insano detallismo el manoseado inventario de canciones y cicatrices.

miércoles, 11 de febrero de 2009

PASTO DEL OLVIDO

A medio camino entre un beso y otro, ausentes ya las palabras, gozan los labios combatiendo en cada animosa dentellada, del mismo modo que disfrutan yema contra yema los belicosos dedos de los amantes con sus trifulcas de caricias. Tras el laborioso batallar, los agotados contendientes buscan un lugar en el jardín con el fin de aprovechar hasta último rayo de luz, y ahuyentadas del todo las ondas luminosas, buscarán entonces un rincón bajo la tierra en el que esconder el botín de caricias robadas. En todo este ir y venir, bramaron inútiles las conceptuosas razones sin que nadie les hiciera ni puñetero caso. Enfrascados en esos quehaceres van pasando los días unos del brazo del otro hasta que una ausencia en el pecho provoca en el corazón del más débil el inevitable rayo de luz endoscópica, una especie de latigazo que trae a colación el vívido contraste de rojo veneno. Minutos más tarde, memorias de signos alados descenderán a través del catéter hasta su córtex cerebral, y de ahí avanzarán penosamente hasta posarse en uno de los lóbulos para concluir siendo a un tiempo huésped y pasto del olvido, si, mas olvido enamorado, como nos recordó a su debido tiempo el poeta de las gafas redondas.

martes, 10 de febrero de 2009

PÁGINAS AMARILLAS

Normalmente me gusta hojearlas en soledad y sin propósito alguno, pero hoy, para variar un poquito y sobre todo para joder, abrí las páginas amarillas y me puse leerlas en sus narices a ver si así me callaba un rato y dejaba de mentir. Como de costumbre, mientras leía no pensaba en otra cosa que no fuera el sexo, y eso que el asunto del sexo, en lo que a mí respecta y sin llegar al negacionismo extremo, no sabría decir muy bien si he tenido o no el gusto de conocerlo, y de haberlo conocido, que ya la memoria me falla, desde luego lo que está claro es que nunca he llegado a entenderlo. También pienso en calvos repeinados y en mentones huesudos, pero eso, creo, tiene mucho menos interés. Puestos ya en confesiones, he de decirles también que suelo aprovechar esos momentos de relax para flagelarme un poco mientras me afano en la lectura de una interminable relación de papelerías, subrayando cosas de mí que, si bien nadie que me conozca dudaría de su estricta correspondencia con la realidad, contienen tales dosis de salvajismo que no me ayudan en nada ni a mejorar ni a llevar una vida mejor. Son cosas como la de mi sonrisa. No es fácil lograr tener una sonrisa tan asquerosa como la mía. En verdad que, bien mirado, el logro de tanta fealdad también tiene su mérito ya que cosas así sólo son posibles gracias al lento transcurrir del tiempo y a un entrenamiento y una disciplina constante y digna, sin duda, de mejor causa. De entre todas las cosas que suelo hacer, decir o pensar mientras leo las páginas amarillas, lo que más parece gustar a mi compañía es que deje de mentir mientras aparento que leo y hablo de sexo. A mí también, lo que pasa es que, además de la bata de felpa, hoy ha tenido la ocurrencia de ponerse sobre el moño un prendido de orquídeas falsísimo, y si a eso le sumamos la relación de instaladores de calderas, no sé, como que me corta un poco el rollo.

lunes, 9 de febrero de 2009

MORFINA

Sueño mientras camino en medio de un pinar de tumores que, alzados y cubiertos de tiña, reniegan y se encrespan en iracundo desorden. Sólo la niebla amarga y venenosa parece capaz de unificar el rumor de su ira, y sólo el sueño cristalizado de sus prismas rectos e incoloros podrá dotarles, quizás, del necesario sentido. El mundo se me antoja hoy un alcaloide sólido infinitamente yermo, sin confín que lo contenga. No en vano el silencio escarba en la tierra en busca de una sombra propicia en la que descansar de tanto alboroto y de tanto dolor dormido.

domingo, 8 de febrero de 2009

BIENAVENTURADOS LOS QUE DUERMEN ABRAZADOS

No tengo ninguna intención de disculpar a la realidad de sus continuas impertinencias. Para eso ya está la ciencia. Mi interés a día de hoy se circunscribe a ciertos aspectos de la vida que se presentan ante mí desnudos de leyes, descatalogados e impredecibles. Es de eso, si puedo, de lo que quisiera hablarles hoy. De las voces que surcan el aire en medio de la niebla, por ejemplo. De los apetecibles manjares con los que sueño en forma de libidinosas fresas, y de míticas travesías de jugos río arriba, que son otros dos por ejemplos del tipo de cosas de las que me gustaría hablarles hoy. En realidad debería ser capaz de ser más estricto aún y limitarme a compartir con ustedes ciertos enigmas, como por ejemplo el enigma que me hace llevar siempre en el bolsillo derecho del abrigo una bóveda celeste repleta de nebulosas y mundos aún por descubrir, o el misterio por el cual tengo la sensación de no hacer otra cosa que escribir con tinta de alondra copias redundantes de mí mismo. Reduciendo aún más el centro de interés, debiera confinar mis reflexiones al hecho de informarles sin más de mi incomprensión absoluta sobre el origen de las fuerzas que me empujan a decir cosas inexplicables tales como “sobre ti flujo y me reflujo en el crisol de las lontananzas”. Me leo la mano y me digo a mí mismo la buenaventura: bienaventurados los que duermen abrazados, me digo, y eso que me digo, aunque lo comprendo, me pone triste.

sábado, 7 de febrero de 2009

REUNIÓN DE PASTORES

La oveja muerta contemplaba con cierto aire de melancólica tristeza la reunión en la que sus respectivos yos, en forma de pastores, decidieron poner fin a una década de insípida existencia. El aire traicionero traía ante su presencia el eco de las imperfectas y conmovedoras palabras con las que cada yo, que es como decir con las que cada cual, pretendía justificar su cobardía. El yo real, si es que tal cosa existe, pretendía permanecer oculto en medio de una lucidez que le apartaba de la vida, de una vida, decía, que es como un sueño, como si la vida no fuera otra cosa que un sueño, decía para explicarse mejor, que me ha tocado vivir a este lado del paraíso. El yo travieso no pretendía otra cosa que, disfrazado de sí mismo, refugiarse en la idealizada imagen de un susurro asmático inexistente que provoca en los demás una profunda pena. Esa es la razón, decía el travieso, que explica por qué el azul es triste. El yo glotón no decía nada pero se le podía ver comiendo un pedazo de pizza tras otro en medio de un imaginario jardín, que no deja de ser una forma como otra cualquier de sentir lo que nos rodea. El yo obvio no decía nada porque también él, que comía las palabras con glotona precocidad, tenía su pecado que purgar. Por su parte, el yo fragmentado padecía una terrible tendencia a precipitarse en cada vacío de escalera que encontraba, y era en ese vértigo del querer y no querer en el que logró encontrar una nueva razón de ser. Desde una esquina de la mesa, el yo que fue o, mejor aún, el recuerdo del yo que fue, salió por fin del armario y se declaró como un yo disperso y esquizofrénico, parte historia y parte mito. Sobre unos y otros deambulaba el rumor fantasmal de yo que nunca fui, un yo que nunca dijo esta boca es mía pero de cuyo ensueño siempre quedará algo en mí.

viernes, 6 de febrero de 2009

PROMETEO

El comienzo parece prometedor, y cuan Prometeo, robo el fuego de sus labios de diosa y huyo raudo para entregarlo en brazos de un gas que, aunque efímero, sea capaz de devolverme el favor en forma de café con leche en vaso de caña con la leche templá y un par de magdalenas. Mientras se consuma el milagro nutricio, me prometo a mí mismo, cuan Prometeo, que no volveré a permitir que la noche se agrande en exceso, y como recuerdo de lo prometido, decido plantar en tiesto nuevo las magnéticas tormentas que se adueñaron de mí con el compromiso firme de regarlas todos los días para que crezcan sanas y fuertes. Satisfechas ya las elementales necesidades animales, el prometedor día continúa su curso con una reflexión: me gustan los libros, me gusta ver las estanterías repletas de universos particulares aparentemente ordenados que rebosan magia y sensibilidad en forma de palabras. La cercanía de su celulosa me aporta calidez, razón por la cual me prometo a mi mismo, cuan Prometeo, que haré lo posible para no acabar mis días sacrificando libros en la chimenea para calentar mis huesos de animal herido y solitario, como tenían por costumbre ciertos personajes de Montalbán. Y aquí terminan mis promesas porque, cuan Prometeo, debo ocultarme, y debo hacerlo ya, para evitar de esta forma que la ira vengativa de la orgullosa diosa de fuego caiga como un rayo sobre mí, partiéndome en dos y ahondado así mi principio de esquizofrenia.

jueves, 5 de febrero de 2009

EL ÚLTIMO SOL

Sobre impresionadas en el acetato, las paranoias adoptaban forma de ocultos manifiestos que poco o nada decían acerca del ser que las soportaba ni, mucho menos, acerca del ser que a su vez soportaba al propietario de las citadas paranoias. Ambos seres, el ser que sólo soportaba sus paranoias y el ser que se soportaba así mismo y además soportaba enterito al ser paranoico, miraban absortos las imágenes escaneadas del cerebro del primero intentando reconocer en cada sombra la sucesión de torturados acontecimientos que, en forma de accidentes, mentiras y disparates, conformaban su vida cotidiana. Sus miradas y sus conciencias saltaban de imagen en imagen en busca de las evidencias, pero no era fácil. Pareciera como si los males se tornasen invisibles en cuanto notaban de lejos la presencia del scanner, tan invisibles como se sentían ellos ante los ojos de los viandantes cuando, cogidos de la mano y cargados de pastillas, recorrían la escasa distancia que mediaba del apartamento a la farmacia. Desde aquel injusto instante en el que la tristeza, el sinsentido y el dolor se adueñaron de su cabecita loca, todos sus actos, incluidos aquellos de apariencia más orgánica, se convirtieron en esenciales. Y así no hay forma de vivir, como tampoco hay forma de vivir con quién de esta forma vive. En ciertas dosis, la intrascendencia es necesaria para la vida. Hace falta momentos en los que no ocurra nada, pero lo cierto es que la gracia del término medio no les había sido concedida, y las horas se sucedían entre el exceso de la locura, o la nada. La casa estaba fría cuando llegaron de la consulta y decidieron meterse vestidos en la cama a esperar la salida del último sol.

miércoles, 4 de febrero de 2009

DIGRESIÓN DE VATE VAGO

Perdido, como perdido está todo aquello que no se ama, vago buscando el todo que fui y que en algún lugar dejé olvidado. En esta búsqueda, digo yo que de algo me debiera servir ser como soy, vate vago, perezoso híbrido de adivino y poeta. Pero nada: ahí me tienen como un cualquiera, ciego y funámbulo sobre la cuerda floja, pescando palabras locas de ojos salados que me hagan reír e imposibles abrazos que perduren después del llanto. Sin señales de rosaledas en lontananza, el azote de lluvia fría ahuyenta de mí las bocanadas de incienso haciéndome amarrar la barca de labios a la sopa y dejando al musgo que fluctúe libremente y se entienda, si quiere, con la piedra. Perdida la palabra y el ojo, extraviados vaya usted a saber dónde la sopa, el musgo y la piedra, no parece que me quede otra que continuar vagando en busca de ese todo, cada vez más dudoso, que se supone algún día fui.

martes, 3 de febrero de 2009

DORMIDO

Todo estaba dormido. Yo también. En realidad podría decirse que en ese momento era el tipo más dormido que he visto en mi vida. Y eso que son pocos los dormidos que soportan que les llamen dormidos, siendo como somos la mayoría unos inconscientes y unos dormidos. O sólo unos dormidos. Pero no es mi caso. Yo reconozco, no sé si con gusto pero sí al menos con deportividad, el permanente estado de soñolencia en el que me encuentro. Claro que a veces tanta dormidera me deprime. Pero eso de la depresión, que está mal, no es lo peor. Lo peor es que a veces estoy tan preocupado pensando en lo que no tengo que hacer cuando estoy dormido que dejo de hacer lo que debiera haber hecho ya hace un par de sueños. Un por ejemplo: hace un buen rato que debiera haber leído algo sobre las peculiares formas que tiene Juan Rulfo de entender el silencio. Pero nada. Otro ejemplo más: hace un buen rato que debiera haberme levantado y acercado a la ventana para mirar a través de ella y comprobar lo solo que estoy. Y tampoco ha sido el caso. Lo más que he hecho ha sido decirla que no se preocupase, que no tenía intención alguna de follar con ella, pero no me creyó. La gente nunca te cree, y menos si estás dormido.

lunes, 2 de febrero de 2009

A LA VEJEZ CIRUELAS

Veras como, acumulados ciertos años, traerán a tu presencia sin ser llamados estruendos de cacerolas que contendrán despiadados guisos de ciruelas propias de una vejez sin nombre o, peor aún, delante de tus narices aparecerán potentes estofados de viruelas estupefactas salteadas aquí y allá de ciruelas damascenas, claudias o zaragocís, que poco o nada importa su clase o condición, o un buen plato del conocido picado de viruelas, o porciones enormes de aquellas postreras ciruelas aderezadas con jugo de viruelas y guarnecidas, como no, de verdes ensaladas. Todas estas viandas provocarán en ti, además de profundo agradecimiento, una no menos profunda añoranza del buen chorizo, del silencio de la tierra y de los salados suspiros del mar. Necesitado como andarás de tanta y tanta luz, y por ello crédulo y atento a cualquier calor que surja aunque sea a deshora, celebrarás la llegada de los sanísimo guisos con una erupción de locas pústulas confluentes con todo tipo de drupas de corazoncillo color verde. Los ponzoñosos granillos de mala leche te irán surgiendo aquí y allá con extremada virulencia y se elevarán sobre tu cutis dejándolo todo regado de malos humores y provocando la justificada alarma de tus seres queridos. En vano reclamarás, tenlo por seguro, un cambio de dieta, porque tu salud estará por encima de todo, y muy especialmente, por encima de ti.

domingo, 1 de febrero de 2009

EN LA ESCENA DEL CRIMEN

No tengan al respecto la menor duda: sobre la loma negra y tenebrosa de lo cotidiano se alzan signos vagabundos en los que bulle la rabia y el dolor. Eso es lo normal, de ahí que el minucioso análisis al que fue sometida la cadena del water que presuntamente utilizó aquel presunto desgraciado para presuntamente ahorcarse no reveló nada acerca de las causas últimas de su muerte, muerte ésta que como tantas otras muertes resultaba ser a la postre lo único cierto en todo este presunto embrollo al que llamamos vida. Una nota a pie del inodoro hubiera aclarado mucho las cosas, pensó el inspector, reflexión ésta que le llevó a otra sobre su gusto por las notas a pie de página, y de ahí a otra segunda que tenía que ver con lo que de trascendente había, a su juicio, en el hecho de aprender a valorar la importancia de la letra pequeña por muy pequeña que sea, y de la letra pequeña volvió a la cadena, y fue mientras observaba de nuevo la cadena que aprovechó para realizar un cálculo rápido sobre las probabilidades que tenía de morir en su propia cama. Afortunadamente, sus matemáticas, especialmente la parte estadística, eran lo suficientemente malas y difusas como para que no le entretuvieran mucho, llevándole a la conclusión de que dichas probabilidades debían oscilar entre una o ninguna. Diez horas antes, ocultos en un corral anejo a la casa de autos, unos ojos desorbitados miraban a través de un portón entreabierto una escena de tenebrismo caravaggista que habría hecho las delicias del mismísimo pintor: en sombras, y en medio de una fanfarria de sábanas metálicas, una figura parecía estrangular a otra mientras el sol, sin esfuerzo aparente, pujaba por salir de entre millones de nubecillas que amenazaban con continuar en su cotidianos quehaceres de hacedoras de diluvios. Inatrapable a los ojos de cualquier observador, sobre todo si el observador no es un criminólogo reputado si no sólo un niño que jugaba a escaparse de casa, ocurría lo esencial de la escena, esencia que, desde un punto de vista técnico, consistía en que la cadena del water se estaba haciendo un hueco en la laringe del que posteriormente sería el señor difunto. Pero todo esto fue antes. Ahora sucedía que, mientras repasaba la escena del luctuoso acontecimiento, el inspector se fijó con mayor detalle en el rostro del presunto ahorcado: algo había en él que lo relacionaba íntimamente con la vida, razón por la cual el sabueso intuyó más que pensó que no se encontraba ante un finado voluntario.