Quejumbrosos
por costumbre, los dolientes reconfortaban la propia infelicidad
centrando su atención en el pasar de las vidas ajenas, vidas éstas a las
que tenían la habilidad de destripar y poner de vuelta y media lo que se dice
en un periquete. Acto seguido se apresuraban a juzgarlas y sentenciarlas, todo
ello sumarísimamente, utilizando para ello la ciencia y el conocimiento que
emanaban de sus personalísimos prejuicios. Era tal la vorágine justiciera, que
los condenados se hacinaban en mazmorras colectivas dotadas de un solo
televisor, y allí, en medio del desvarío general, recibían los sagrados óleos
del beneplácito social elaborados a base de amargura, bobería y mucha, mucha
mediocridad.
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