Como
si despojos de un lunes cualquiera se tratara, los falsos profetas se fueron
abriendo paso entre las muchedumbres que se agolpaba a las puertas de la
oficina de empleo, todo ello para gozo y regocijo de esas viejísimas
entelequias a las que, sin pudor, denominaban mercados. Los más, los encargados
de trabajar y consumir para mantener en su justo término la demanda agregada de
cada día, eran aceptados como conversos de última hora en la nueva religión, y
confiaban con fe ciega en la promesa de poder medrar y medrar a costa de otros
que se quedarían marginados en las cunetas del bienestar. Así las cosas, la
ambición de los amantes cainitas parecía no tener límite.
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