Sin esfuerzo aparente alguno, y siempre por el camino más largo
posible, su cabeza gustaba de repetir con meritoria constancia pequeñas verdades
de una simpleza hiriente, verdades de barquero decía. A modo de mantra casero,
esas monótonas repeticiones tenía la virtud de que, aun a pesar de ser dichas
en todas las dicciones posibles y en todas las entonaciones imaginables, aportaban
a su propietario dosis razonables de tranquilidad. Yo amo, decía hoy, y lo
volvía a repetir una y otra vez, de modo que la acción del verbo a la que hacía
referencia parecía estar allí, en su corazón, aun antes de haber llegado.
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