En su interior reinaba un silencio sombrío. Sus ojos, empero, habían
logrado auparse a la atalaya del corredor y disfrutaban de la sonora extravagancia
del vendaval, haciendo suyo la queja de los truenos y aplaudiendo para sus
adentros los amanerados remolinos de unos vientos locos que lo mismo iban que
venían y que, en su inconsciencia, parecían regocijarse como niños de su enorme
poder destructor. Poco a poco la lluvia se fue llevando la brisa, hasta que la
furia de la ventisca amainó, y fue éste el momento elegido para ir cerrando con
parsimonia puertas, ventanas y contraventanas, las del alma y las de la madera,
dando así por concluido el meteórico espectáculo.
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