Observaban
con detenimiento la luna y, además de parecerles representar la quinta esencia
del tiempo, les emocionaba verla tan despreocupada. Tranquila, siempre idéntica
a sí mismo, sentían envidia de su brillante altanería. A ras de suelo las cosas
eran distintas: un estío tempranero parecía exigir la rendición incondicional
de todas las emociones. Pero no. Bastaba un roce, una palabra, el escorzo de
una mirada con pretensiones de algo más, para que se desatara en la estancia un
vendaval de carnes con abundante guarnición de deseos que expresaba a las
claras el triunfo del amor. Y otra vez a dormir. Y otra vez la luna.
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