Haces de alfileres taladraban su diminuto cerebro pero él seguía, erre que erre, diciendo cosas con razón y sin ella. Más o menos como todo el mundo. Y dijo que quería aguar el aceite. La tarea no era fácil pero, finalmente, verde ya de desesperación, trazó varios signos en el aire y se produjo el milagro del aceite aguado. Nunca se sabe qué ocurrirá el día en que los silencios mueran.
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