Los murmullos se mezclaban con algún que otro ronquido, de modo
que las estatuas dejaron de ser lo que siempre fueron, no por incapacidad, sino
porque sencillamente dejaron de ser. Su lugar lo ocupó un nivel de subjetividad
compartida, que olía a siesta compartida, insuficiente en cualquier caso para
poner el foco, la radicalidad, no en el espectáculo sino en la existencia
misma. Así y todo, a punto estuvo la insignificancia de asaltar el palacio de
invierno y tomar el poder.
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