Después de morir, las palabras volvían a sus antiguas moradas para desvivir las ruinas de los horrores sufridos y hacer así desmemoria de la muerte. Un tiempo más allá de ese primer después, y convalecientes aún del dulce tránsito del ser al no ser, se podía intuir en sus apalabrados rostros unos ojos curiosos e incorregibles, grandes y reventones, como si la fiesta estuviera a punto de volver a empezar.
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