Se imaginó en la pared, colgado con las manos extendidas, y haciendo oídos sordos de las malas conciencias que se dirigían a él para que les redimieran parte o –los más atrevidos- la totalidad de sus miserables vidas. Ni que decir tiene que no movió ni un dedo. Y no sólo porque la postura se lo impedía. En esta inacción, de la que no se salvó nadie, también había mucho de disgusto y resentimiento para con el padre.
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