Si existía alguna duda sobre su malignidad intrínseca, no había más que ver cómo maltrataba a aquél hombre, destrozado ya de por si por los sinsabores del amor. Constante como pocos, no parecía tener otra tarea que la de pudrir y devorar todo lo que tocaba. Aquí, allí, acá y acullá, capaz era de amenazar a los cielos, la tierra y hasta a los abismos marinos, y salir airoso del envite. Hablo del tiempo.
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