Se abrazó al enebro como si de un animalillo voluptuoso se tratara, y en la misma lengua en la que lloran las sirenas, imploró su porción de tiempo. Más tarde enfebreció y terminó por conformarse con un pedazo de luz que nada oye, una amistad imposible, el conocido combinado de ajenjo y risas, y algún que otro alivio pasajero en forma de silencio.
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