Sin un nombre, sin un triste número que echarse a la boca, el tiempo crecía fértil y azaroso en medio de galácticos resplandores alcohólicos. Nada hacía pensar que aquella espesura nocturna, aquella extensión infinita y rugosa, tendría algo que ver con las posteriores ciénagas de polen, con esos ojos soñolientos a modo de círculos ciegos de magma roja, y con aquella arcoirisada sonrisa por la que cinco semanas después le quitaron la vida.
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