Los arroyos de cicatrices que poblaban su piel le hacían sentir despreciablemente débil. Eso sucedía en los días malos. En los buenos, la sequedad de la tierra achicharrada le impulsaba a mirar arriba, al cielo, y allí, a no menos de tres metros encima de su cabeza, solía encontrar el consuelo necesario. Se sabía parte de algo irreal, y eso era suficiente.
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