Como Ezequiel en el valle de los huesos secos, cualquiera diría que ese hombre no hacía otra cosa que bendecir cenizas. Pero no. Se limitaba, con una naturalidad envidiable, a ocupar su lugar en el centro mismo de la realidad. En constante trasgresión de la verdad revelada nos decía que nada era gratis, salvo la gracia de dios, y que las telarañas de las ventanas atestiguan una evidencia: el tiempo se nos escapa.
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