En los días previos al acto daba vueltas y más vueltas yendo y viniendo de la forma al argumento y del argumento a la forma. Tras cada asesinato fotografiaba su cara de asesino, y luego encendía un cigarrillo mientras recordaba con desdén el reguero de almas muertas que dejaba a sus espaldas. Una tarde, la colina comenzó a arder y, mezcla de pena y hambre, se dejó morir.
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