Dichosos y felicísimos fueron los tiempos en el que los hombres podían esperar de sus congéneres, si no remedio para los males, que eso según de qué males y de qué congéneres se hable podía resultar harto problemático, sí al menos consejo y alivio cuando surgían los inevitables problemas y las lastimeras quejas. Lo sé: el último hombre bueno se tomó el postrero sorbo de su capuchino emponzoñado por la tristeza.
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