Reconfortantemente etéreas, sus ideas vagaban de la ceca a la meca de su universo neuronal, sin más límites que los propios del cansancio y de la escasa actividad intelectual a la que estaba acostumbrado. Antes de levantarse, se recordaba a sí mismo las tareas del día, sin cuestionarse jamás lo insustancial, cobardes o prescindibles que pudieran llegar a ser. Inadvertidamente muerto, rara vez se sentía, sin embargo, listo para morir.
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