Estiraba los brazos pero todo le quedaba lejos, muy lejos. Sólo su imaginación era capaz de llevarle un poquito más allá de esa nada cotidiana, y entonces alcanzaba a imaginar cómo sería el sabor de su lengua, o el sentido de sus silencios. Así, sentado bajo la sombra de su impotencia, calentaba su cabeza con lumbres imaginarias, atragantándose con restos de sueños y naufragios de edad madura.
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