En silencio, explorando sus obsesiones y sin renunciar a la belleza, colocaba el pañuelo sobre la parte izquierda del escritorio, a la orilla del viejo tintero, retomando así el monólogo infinito que mantenía con su madre. Aquel trozo de tela rezumaba densas descargas de necesidad, de dolor y de misterio. Como si se tratara de una vigilia a la espera de un sueño, del que no se vuelve.
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