La radical y desconsoladora sensación de vacío unida a una cierta percepción de estupidez en todo aquello que le rodeaba, no lograba aminorar el deseo de seguir masturbándose. Afortunadamente, este cuasimanchego vivía en la edad de la carne y tenía la costumbre de empezar cada día como si fuera la última página de su existencia, de forma que una vez levantado continuaba con su trajín de arriba para abajo y de derecha a izquierda, como si en ello le fuera la vida o como si en ello radicara el verdadero arte del vivir.
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