Al pardear la tarde, unas cantinas y suaves campanadas inundaron
el éter con sus llamadas a la oración, marchitando siquiera por unos instantes
el escándalo de las chicharras sobre el mar de cal. Nuestro personaje, empero, no
estaba para tonterías de este estilo. Marchito de pura inanición, en perpetua
necesidad, sentaba sus carencias sobre el viejo poyete de piedra, al tiempo que
una humedad viscosa recorría su espinazo y los escalofríos, a modo de
latigazos, comenzaban a hacer acto de presencia. Quería soñar pero, en ese
esfuerzo inútil, al filo de la última campanada, se hizo barro.
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