También él aspiraba a ser un animal de costumbres. Sin embargo, por más que lo intentaba no terminaba de acostumbrarse a eso de lavar cadáveres. Después de muchos años de oficio y de muchos lavados a sus espaldas, tanto el lado suicida como el lado dionisiaco de su personalidad coincidían a la hora de constatar esa incomodidad. Temía la hora del bocadillo, y rara vez podía dejar de pensar mientras trabajaba.
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