Su sonrisa habitaba un lugar a medio camino entre la malicia y el encanto, y su descreimiento llegaba a tal extremo que dudaba de si era el sol el que nos calentaba, el hielo aquello que servía para enfriar, o la tierra la que nos sirve de sustento. Solía decir que ni supo ni sabrá de la misa la media, y que, aún así, no terminaba de creerse eso de que unos van a dios y otros con dios se quedan.
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