Aquella noche los besos no tuvieron sueño y, vagamente insomnes, viajaron de la sombra a la piedra y de la piedra al pájaro, y fue allí, a la sombra de un pájaro rocoso, donde el último beso detuvo su empalagoso trajín quedando convertido en llama. Al amanecer, por no parecer mal al vulgo ocioso, recogió sus cosas y se fue.
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