El más desdichado de los hombres no era un loco de esos que confunde rebaños de carneros con ejércitos enemigos, ni sus desvaríos tenían nada que ver con imaginarias malicias y ojerizas. Al decir de su tatarabuela, todo comenzó con un olor a ajos crudos que muy de niño le embotó el alma y sacó a su ser de quicio. Su corazón lloraba como el de cualquier otro, pero desde entonces nunca volvió a ser el mismo.
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