A cubierto del moho de cementerio, una inmensa dalia cuenta las horas de la mañana. Y observa. Observa, por ejemplo, los espumarajos de luna que salen de la boca de aquél pecador, y los malos augurios que, como puñales, tejen un vals con sabor a mortaja. Sus ojos brillantes se detienen en esos otros ojos que corren veloces hacia lo abierto. La bestia murió, y ni que decir tiene que murió a lo bestia.
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