Ni los sabios, ni los magos, ni siquiera los santos se entretenían ya en ir contando los años que iban pasando. Para qué. Cada instante era una eternidad extraña y sombría, y cada vida, cada existir, un brebaje mezcla de amargura y vacío. Un sólo ser, menos inteligente y menos orgulloso que el resto, sobrevivió a la vorágine de desamor.
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