Recuerda
con exactitud el preciso momento en el que se adueñó de su tórax aquella suave
opresión de rojo toro, la misma que con el transcurrir del tiempo le convirtió
en saliva. A partir de ahí todo fue fácil: tan solo era cuestión de dejarse
caer, de acostumbrarse a la caída, de aprender a transformarse mientras se caía,
de bendecir todos los días el vértigo de la caída y de relamer con deleite las hermosas
consecuencias de poder dar con aquel alma en el suelo.
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