Nadie hablaría nunca de él bajo los muros
de algún templo ni su nombre formaría parte de los páginas de ningún libro,
pero en honor a la verdad hay que decir que en su cuerpo no cabía ya ni una
pizca de tontería ni un gramo de plomo. Su insaciable apetito de estupidez, esa
permanente lucha siempre a favor de sí mismo, le habían conducido a aquel lugar
inhóspito en el que, sin más testigos que el tabernero y el propio matador,
toda una vida rebosante de naderías había llegado a su fin.
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