Mitad poeta y mitad demonio, dedicaba la mañana del domingo a
recitar ante un auditorio de lagartos el rompecabezas que reinaba en su cabeza.
Incomprensible como siempre, el soniquete de sus palabras repercutía en el cerebelo
de aquellos inocentes como un son de clave desconocida. El verso final fue un
quejido dicho con los labios secos. Se trataba de un lamento que quería
representar al hombre, a todos los hombres, a la estela de humo negro que
parecía perseguirlos a lo largo de toda su historia, y a un haz de luz que,
finalmente y sin merecimiento alguno, les fue dado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario