Su anomalía resultaba imperceptible, o casi imperceptible, y poco
o nada tenía que ver con ese miedo metafísico que se apoderaba de él y que
semejaba una suerte de irreprimible concupiscencia carnal. Nunca terminó de
estar completamente seguro de su voz, y mucho menos de su existencia plena, pero
eso era muy común entre el colectivo de marionetas.
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