Hay cosas que carecen de importancia, pero ésta sin duda lo tenía.
Terminaba de enjuagarse la cara cuando una hilera de rostros fueron apareciendo
en el espejo hasta que, constituidos ya en multitud, se adueñaron de todo. Uno
de ellos, probablemente aquél de la izquierda superior con carita de niño
bueno, fue el que mató a Kafka y el que en la noche mil dos dejó en blanco la
imaginación de Sherezade. Aquel hombre de la cara enjabonada se atrevió a
hundir sus manos en la sombra de lo que no podemos conocer, y pagaba así las
consecuencias de su osadía.
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