Retumbaba en su cabeza una música que no era música y que semejaba
algo así como un ruido que no era ruido. Conforme se desarrollaba e iba a más
la diabólica sinfonía, su cuerpo, ya de por sí esmirriado, fue amojamándose,
encogiéndose, hasta que se olvidó de sí y se quedó para siempre con ese andar
calmado de lechuza triste que tanto le caracteriza. Como todo eso sucedió bien
de mañana lo llamó presagio de la mañana, “el extraño presagio de la mañana”
dijo, si es que queremos ser exactos, ahora que todavía podemos.
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