Su fealdad alcanzó el máximo nivel de clasicismo posible, es
decir, llegó a su grado máximo de perfección, a tal extremo que dolía con solo
mirarle. De entre todo lo provechoso que existe en el cielo y la tierra la
acción de no-mirarle, cultivar en ese sentido cierta suerte de quietismo, era
lo menos hiriente que podía hacer y lo menos ofensivo a los ojos de un creador
que, en modo alguno, quería asumir la responsabilidad última de su obra.
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