Aquellos ronquidos, que en sus momentos de mayor dulzura parecían
capaces de aterrorizar hasta las mismas piedras, traían a su memoria viejas
canciones de Tom Waits. Pero a él no le importaba. Lo suyo era desyerbar buenos
argumentos entre penumbras y matojos hasta que, tierno ya como un manojo de
barro primigenio, terminaba la siesta deambulando perdido en medio de aguaceros
de saliva. Fue allí donde capte en su rostro pequeñas alegrías que enseguida se
fueron agrandando. Y fue allí también donde me dijo que sabía volar, y yo le
creí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario