Revestido de ensueños, chispas de superstición y algo de cabezonería, inventaba la historia de cada día sin más aspavientos que los imprescindibles. Tal milagro ocurría aún a pesar de los invisibles garfios de dolor que se agarraban al magro de sus carnes, y aún a pesar también del desierto repleto de arenas de irracionalidad en el que, con el transcurrir del tiempo, se había convertido su cabeza.
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