Siempre
se vio así mismo como un ser anodino, un tipo del que nadie sabe ni quiere
saber nada. Quizás por eso sus ojos adquirirían con el transcurrir del tiempo
esa expresión fija y perdida, especialmente cuando estaba a punto de hacer o
decir algo importante. Esa vez no dijo nada. Minutos antes de que la noche y la
luna se hicieran con los mandos, en la última curva antes de entrar al pueblo,
estrello su coche contra la encina centenaria. Lo curioso es que, no sabe por
qué, le pareció que eso ya le había ocurrido antes.
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