En
sus ojos llevan tres días hundiéndose las estrellas, los destinos y los hados,
pero no hay dolor. Haciendo suyas las notas características del corcho, los
pliegues de su alma se adormecen y flotan en una especie de anestesia
vital permanente, muy del agrado de su tía Encarna, la del pueblo. En la
cocina, al calor del fuego, observa y observa los fogones de tres lumbres que
convirtieron su postrero amor en una suerte de asado de tira imposible. Pero
sigue sin sufrir. A lo más, destila la pesadumbre.
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