Ya le decía su madre que de tanto darse a la pena se le estaba
secando la bilis, de modo que no le extrañó el hecho de que, una tarde,
mientras apartaba el visillo de la cocina, se quedara sin aliento y, lo que es
peor, sin fuerzas para reaccionar contra su propio ahogo. Menos mal que la parca
estaba torpe esa tarde, menos mal también que tanto él como los suyos tenían por
costumbre dormir con un ojo abierto, y menos mal, en fin, que las cosas no son
duras ni blandas sino conforme las hace cada cual. El caso es que sobrevivió. Hacía
rato ya que la noche había inundado las calles y los descampados, y que la
severa belleza de los álamos desvestidos por el invierno se ocultaba tras mares
de sombras. Fue entonces cuando empezó a sentirse mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario