Un viejo deseo se asoma a mis oídos con forma de rumor de ron. Se
acerca a mi desde los confines del universo, me inunda de una luz extraña
cargada de polvo y lágrimas, y espolvorea mis neuronas de una tristeza
convencional, casi trágica. Aún así, bebo y escucho. Algo me dice que entre el
cielo de los perritos y la indolencia humana hay una proporción directa, y
seguramente sea verdad, pero hoy no puedo hacer nada más, ni por ellos ni por
mi, salvo seguir bebiendo.
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