El frío estremecimiento que padeció y que iba y venía de los pies
a la cabeza, viajaba en su interior a la velocidad de la luz como viajan las
cosas que se mueven en el vacío, porque a propósito de eso no tenía la menor
duda: estaba vacío. Y perdido. Además de vacío estaba perdido, más perdido que
el Carracuco, de modo que daba vueltas en un tiovivo particular que, aun a
pesar de los calambres y los estremecimientos que le procuraba, no llevaba a
ninguna parte. Quizás por eso de hacer de la necesidad virtud, y porque no era
tonto del todo, pensaba en qué hermoso es eso de no ir a ninguna parte. En fin,
vivía así, al borde las cosas, hasta que un día el tiempo, tembloroso, huyó.
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