Escuchaba tangos todo el día. Uno detrás de otro. Continuamente.
Cuando peinaba su alopecia. Tango. Cuando contaba el viejo dinero que entregaba
religiosamente a aquella mujer, su mujer, tan joven. Más tango. Otro tango más,
pensó para sus adentros, y de lo que era una criatura de salud normal con
ciertos rasgos de decrepitud, propio de los años, no quedará sino un zombi
neurótico y destrozado sin perspectiva alguna de recuperación. Lo triste es que
hasta eso también sonaba a tango.
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