Amorosamente inteligente, aunque algo despiadado consigo mismo, llevaba una vida tranquila y disfrutaba de placeres sencillos tales como dar pequeños paseos por el campo y comer peces escabechados. En su caso, ese cúmulo de pequeñas cosas que hemos convenido en llamar civilización, se expresaba de una forma contenida y serena. Sus rarezas quedaban reducidas a ciertos guiños al universo, ritos personales que practicaba muy de pascuas a ramos. Un ejemplo: en el atardecer del olivar, extendía los brazos a modo de perchas y las aves se posaban en él. Irreconocible con el paso de las horas, percha y pájaros parecían quedar petrificado en medio de la inconmensurable oscuridad de las tinieblas.
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