No encontró en las profundidades del tiempo una respuesta
razonable a los enigmas que, desde siempre, vislumbró en el trasero de aquella
dama. Fijar la mirada en él y desencajársele el rostro era una y la misma cosa.
Cada vez que la veía, una luz roja fría y deslumbrante, señal inequívoca de
peligro, se abría camino en su interior, pero aquella tarde no quiso atender
avisos. Aun a pesar de su aspecto melancólico y sumiso, encaminó sus pasos con
determinación, como si la vida le fuera en ello. En momentos así, lo cotidiano
se vuelve extraordinario y, por primera y última vez, se dirigió a ella
balbuceando una tontería y al despedirse, así como sin querer, rozó su culo con
el dedo meñique de su mano izquierda. Cientos y cientos de pajas posteriores
tuvieron su fundamento último en ese postrero instante.
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