Los oídos de la abuela auscultaban el gemido estrangulado de su
respirar, sin que percibiera novedad alguna: ríos de lodo viajaban por sus
pulmones enfermos, y el cielo pesaba como plomo sobre su pecho diminuto. El
muchacho, aun a pesar del zumbido de voces que reinaba a su alrededor, terminó
durmiéndose con la dulzura propia del almíbar. Esta noche, sin estrellas y
apenas sin luz, unos ojos de lumbre velarían por él.
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