El discurso al que nos tenía acostumbrados, en su forma más
básica, consistía en un balbuceo rítmico compuesto de impulsos y gemidos
matemáticamente entrecortados, una suerte de amargura húmeda que, sin serlo,
bien que pudiera confundirse en algún tipo específico de llanto incruento y
reflexivo. Oleada tras oleada, expresaba cosas innombrable cercanas todas ellas
a la muerte.
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