Dejó
de creer en la risa el mismo día en que dejó de ver pulpos en los estanques,
las gaviotas dejaron de comer peces delante de sus narices, y las estrellas
ocuparon su sitio entre las matemáticas. Con todo y eso, en aquel último
amanecer aún se pudo percibir en sus ojos la timidez de un Sol apenas si
naciente, y se desayunó con un gran racimo de nadas que le supo a gloria.
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