Vivía escondido, encerrado sobre sí mismo, como si en algún lado
de su alma la carcoma estuviera realizando con una pasión y entrega
desconocidas su trabajo devorador. De hecho, se había propuesto encerrarse y no
salir hasta que el mundo se le viniera encima. Un mal día se le ocurrió entrar
en la habitación de su padre, muerto hacía ya años, y abrir el cajón superior
de la vieja cómoda. El intenso perfume a jabón de la casa de siempre que se
apoderó de él sirvió de espoleta. Separó las hojas de la ventana de la
habitación, y la noche pareció haber enloquecido de alegría. Así, una tras
otra, fue abriendo cosas, muebles, puertas, gavetas, ventanas, y recibiendo
dichas también una detrás de otra, hasta
que él mismo se abrió en canal y oreó sus vísceras en la enrarecida atmósfera
de la estancia, con la esperanza puesta en disfrutar de un instante de
felicidad completa. Nadie sabe si lo logró.
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