La performance versaba, creo recordar, sobre un renovado mito de
la caverna. Había sombras de hombres que se calentaban al sol que más calienta,
limitándose la mayoría de las veces a mirar lo que otros hacen. También había
cerebros que solían adoptar formas binarias, bien de fantasma o bien de sustantivo,
y que se escondían invariablemente tras un pañuelo muy blanco carente de
referencias. Los amos escuchaban boleros y no tenían otra ocupación que cuidar
de nuestro entretenimiento. La función concluyó cuando un perro entró en escena
y, con mucha parsimonia, se llevó entre sus fauces un corazón de vaca que había
sobrado de otro espectáculo anterior.
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